Al llegar el frió del otoño lo que haces es empezar a desempolvar las casacas, los polos manga larga y, porque no, las chalinas. Ante dicha excursión en lo profundo de tu armario, te topas con muchas cosas que ni recuerdas que tenias. Como sea, la ropa de invierno sale mientras que la de verano ocupa el lugar de la otra.
Varios estornudos más tarde, quedo tranquilo de que por fin podre volver a usar toda esa ropa que estaba guardada durante medio año. Entre el alboroto, encuentro una de mis maletas, que solía ser una de mis favoritas, la examino bien y, al ver que esta aun en buen estado, pienso en lo que tu madre siempre dice: “Si todavía no tiene un hueco… Aun puede servir”.
Cojo lapiceros, cuadernos y todos aquellos materiales necesarios para clases y los guardas en mi reliquia recién encontrada. Al llegar a clases, corro hacia mi sitio y empiezo a rebuscar en mi maravillosa maleta los implementos necesarios para clase. En mi búsqueda desesperada, me topas con un cuaderno que ignoraba que se encontraba allí. Lo saco a mi pupitre, lo abro y un olor a guardado invade mis fosas nasales generando que estornude.
Aguanto la respiración por un momento mientras ojeo mis viejos garabatos con una emboba sonrisa dibujada en el rostro. Entonces, caen en mi pupitre un par de hojitas, no muy bien recortadas, escritas en letra imprenta, con buena ortografía y muy bien ordenada. Mis ojos se agrandan al darme cuenta de a quien pertenecían. Mi respiración se acelera un poco y mi sonrisa se empieza a deformar como barro al calor. Rápidamente cojo aquellas hojitas y las guardo de nuevo en aquel cuaderno ante las miradas curiosas de mis compañeros. – “¿Por qué me pongo nervioso?” – pienso.
Mi mirada se empieza a perderse en el fondo del aula, mi concentración se va al diablo y no dejo de repetirme esa pregunta una y otra vez. Salgo del aula a tomar algo de aire. Me dirijo al baño y me mojo la cara. –“Tenía el presentimiento que esa maleta me jodería el día…” – pienso, tratando de culpar a alguien por aquella odiosa sensación que nubla mi mente.
Regreso al aula y en un momento de distracción en mi entorno, vuelvo a sacar aquel viejo cuaderno. Cojo esas pequeñas hojitas y empiezo a leerlas. Una sonrisa vuelve a dibujarse en tu rostro y, al darme cuenta, recobro mi actitud seria. Guardo todo y me recuesto en el pupitre. Trato de no caer en aquel abismo, pero mi cerebro, que es adicto al dolor y no entiende razones, hace que recuerde aquello que trato con todas mis fuerzas de no hacerlo.
Ante el esfuerzo inútil, caes rendido en las redes dolorosas del recuerdo. Sientes como si estuvieras bajo una lluvia inesperada de invierno sin paraguas. Congelando cada mínima parte de tu cuerpo y haciéndote tiritar. –“¿Por qué me haces esto?” – le exijo a mi mente. Me mantengo recostado en el pupitre; respiro lentamente para tratar de calmarme y lo logro. Sin embargo, todo el buen humor, con el que había comenzado mi día, se había ido a la mierda. Entonces, en medio de la calma, pienso –“Tal vez aun no estoy listo...” –.
Un inesperado estornudo hace golpear mi cabeza contra el pupitre haciendo retumbar todas mis ideas. Ahora tu mente gira en torno al dolor de cabeza. –“Carpeta de mierda!” – pienso, tratando de culpar al inerte pupitre por aquel nuevo malestar. Apoyo mi cabeza en una de mis manos y finjo atender la clase hasta que el profesor me pregunta si he entendido y cínicamente asiento con la cabeza mientras ruego que no me pregunte nada, porque la verdad es que mi concentración estuvo hasta las huevas.
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