Mi curiosidad no se hace esperar y mis ojos empiezan a buscar desesperadamente ese rostro familiar. Al localizarlo, mi corazón late rápidamente; sonrío bobamente y quedo hipnotizado por el encanto de su dulce rostro. Recuerdo su voz en mi mente y es como mi propio Mozart en mis oídos. Soy feliz por unos minutos hasta que todo se va al carajo cuando noto que esta con compañía.
Mi mirada se llena de ira. Es incontrolable. Veo como conversan amenamente, ríen y son felices. Aprieto los puños y me muerdo el labio para no decir nada. Noto que mis emociones empiezan a manifestarse físicamente y comienzo a llamar la atención. No puedes evitarlo. Me atrae y por ello no puedo dejar de verle, molestarme y estresarme. Aun así, decido calmarme y guardar la compostura. La dirección de mi mirada cambia y contemplo la calle.
El carro se balancea de un lado para otro. Mi cuerpo se deja llevar por aquel movimiento y tomo como pretexto ese momento para dirigirle mi mirada. En medio del samaqueo, noto que dirige su mirada hacia donde estoy y de forma rápida, y casi automática, doy un giro extraordinario de 360 grados a mi cabeza para evitar que me vea. Con miedo empiezo a desdoblar mi cuello, el cual ahora te duele como mierda, y de reojo, veo que no hay moros en la costa y puedo volver a mi posición inicial.
Vuelvo a regalarle mi mirada, entonces mis ojos quedan en shock y a mi cerebro le empieza a dar una embolia por lo que empiezo a presenciar. Sus manos están acariciando suavemente el cabello de su acompañante. Trato de ser optimista y pienso –“Debe haber tenido alguna pelusa”–. Examino detenidamente aquella escena y al bajar la mirada por sus cuerpos noto que, a quien tanto le regalaba mi mirada, se está dejando tocar el trasero. –“NOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!”– grita desgarradoramente mi alma mientras me muerdo la lengua.
Mi cerebro empieza a buscar una excusa para aquel horrendo, y casi obsceno, acto, pero no logra pensar claramente. Si se van a tocar que sea lejos, donde no los vea y, si es posible, espero jamás enterarme de ello. Sin querer, mi boca articula muy suavemente la palabra –“¡Perra!” –. Pongo cara de circunstancias ante aquel pequeño desliz y empiezo a limpiarme el pantalón como si se hubiera manchado para disimular lo sucedido. A veces odio cuando pienso en voz alta y dejo en evidencia mis privadas y recónditas emociones.
La felicidad de aquella pareja se ve sellada con un delicado beso, ante el cual, empiezo a estirarte y retorcerme silenciosamente en la comodidad de mi asiento. Quiero ponerme de pie, coger lo primero que tenga en la mano y convertirme en un criminal con tal de separarlos, de que dejen de estarse tocado, pero sé que no puedo. En ese momento deseo que el carro se choque, de 10 vueltas en campanas o mejor aun explote con tal de acabar con ese momento. No porque desee ser yo el protagonista de aquella escena, sino porque no quiero que nadie pose las manos o alguna otra cosa en aquella persona de dulce rostro.
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