sábado, 12 de julio de 2014

Cadena de tonterías

Debido a que tengo un horario de trabajo algo difícil me vi en la obligación de dejar mi casa (al menos solo por las noches) para quedarme adormir en la casa de mi abuela, en donde además vive mi tía con su familia en el segundo piso de dicha vivienda. Mi puntual horario me pide que entre antes de las 6:00 am y lamentablemente por la zona en al que vivo no pasan carros ni muy temprano ni muy tarde. A veces es una joda ya que debido a ello me he perdido algunos compromisos, citas al médico, paseos, entre otras cosas. No es secreto que por ello tenga días en que odie donde vivo.

Ante este problema de transporte, todas las noches me voy desde el tranquilo y amable San Miguel hasta el movido y sabroso Rímac, lugar donde viví parte de mi infancia y jure jamás volver –ahora resulta gracioso ver como me atoro, ahogo y arrojo mis propias palabras-. LA rutina es casadamente jodida. Me levanto antes de las 5:00 am salgo a tomar el carro a más tardar a las 5:30 am y estoy llegando al trabajo minutos antes de las 6:00 am, y es ahí en donde permanezco ocho horas clavadas sentado frente a una computadora, escribiendo noticias y sudándome hasta el poto. Luego salgo a las 2:00 pm (a menos que tenga más cosas que hacer y me quede una media hora más), tomo el caro y a eso de las 3:00 pm llego a mi sacrosanto hogar; molido; agotado; sudado y apestado. Por más raro que resulte así es.

Una noche llegué temprano a la casa del concurrido Rímac en donde no tengo ni una radio. Miré a mi alrededor, ansioso y al borde de la desesperación. Las horas pasaban lentas y ni siquiera sueño tenía. Me fui a sentar en la sala y mire el suelo que estaba algo opaco. ”¡Limpiaré!” pensé. Fui hasta el patio y no encontré escoba. Recordé que la última que tuve la rompí en mis tontos intentos de creerme una estrella de rock y hacer unas piruetas con ella. Me sonrojé un poco ante aquel estúpido recuerdo. “A veces eres un reverendo cojudo que piensa y hace huevadas” dijo mi Dios interior. Agache la cabeza arrepentido, como un niño cuando es resondrado , y regresé a la sala.

Me senté de nuevo en el sofá y entonces pensé en pedir presado la escoba de mi tía. Subí al segundo piso y consulté mi pedido; mi tía muy buenamente accedió pero me sugirió que no barriera de noche. “A estas horas no se barre. Eso llama a la pobreza.” me advirtió. Arqueé la ceja y pensé en o que me había dicho pero no encontraba una razón lógica a lo que me había dicho, sin embargo prometí  hacerle caso y regresé al primer piso con la escoba en la mano.

El problema de la lógica de mi tía era que yo solo llegaba a aquella casa cuando el sol ya estaba oculto. Entonces ¿Cuándo iba a limpiar? En contra de la filosofía de mi familiar y al margen de quedar pobre, decidí sacudir el polvo que se había apoderado de mi pobre hogar. Dispuse empezar por mi cuarto el cual estaba algo desarreglado, algo empolvado y algo helado. En medio de mis labores domesticas me encontré con una pequeña visitante: una araña. Ella había decidido tejer una telaraña en una esquina de mi habitación y se había acomodado conchudamente ahí. “Te cagaste” pensé. Cogí la escoba, apunte bien y la estrellé contra aquella asquerosa invasora.

No creo haber ejercido mucha fuerza al aplastar al pequeño arácnido. Sin embargo este hubiera bloqueado mi ataca logrando escaparse, no si antes romper mi arma de defensa en dos. “¡¡Conchesumare la cague!!” empecé a repetirme varias veces mientras recogía, horrorizado, la destrozada escoba. Traté de acomodar para que pareciera integra de nuevo pero era como si el mínima corriente de aire la volviera a desarmar. Busque algún pegamento en casa pero no encontré nada. Empecé a sudar frío ante la frustración que me provocaba no poder encontrar una solución a mi ridículo problema. Y es que para quienes no conocen a mi tía ella es muy recelosa con sus cosas y las cuida al mínimo.

Mire a mi alrededor y todo lo que tenía era un poco de comida, entonces recordé lo fastidioso, tedioso y estresante que resultaba lavar los moldes de postres que usaba mi mamá cuando derretía azúcar para crear el popular almíbar. Yo siempre pataleaba para limpiar los recipientes de la melosa sustancia y más cuando ésta se secaba, ya que en ocasiones parecía “pegada” a los recipientes que la contenían. Fui a la cocina, prendí la estufa, coloque una cacerola y le eche un puñado de azúcar. Fue cuestión de segundos para que obtuviera la salvadora miel. El problema fue que el fuego estaba muy alto y tomó otro par de segundos para que mi experimento empezara a quemarse; provocando un molestoso humo y un horroroso olor a quemado. “¡La pita que se partió!” pensé. Entonces escuche la firme pero preocupada voz de mi tía desde el segundo piso preguntándome qué miércoles estaba haciendo. “Estaba calentando algo de comer no más” exclamé a la vez que apagaba la estufa. La oí refunfuñar algo que no entendí porque mi atención estaba en otro lado: Reparar la bendita escoba.

Con una cuchara empecé a escavar lo poco o nada del almíbar que había quedado en la olla. Unté la miel en las partes quebradas de la escoba y rápidamente las uní. Estuve esperando algunos minutos mientras que de rato en rato le daba un soplido para que seque rápido. Al rato la escoba estaba como nueva, era como si nada hubiera pasado. Satisfecho por mi acción me fui a dejarla en una esquina de la sala, la coloque con cuidado y como por arte de magia se desbarató en mi delante. “Por la putam….” exclamé con ira. Regresé a la cocina enardecido por mi fallido plan y me puse a lavar los servicios que había usado. Tal como era de espera, el azúcar se había pegado en la olla. “¡Conchetumare ahora si pegas! ¡Azúcar de mierda!” dije a la vez que rasqueteaba con furia la inocente cacerola.

Terminada mi labor regresé a mi cuarto y entonces divisé una botella de gaseosa media llena que tenía más de 4 meses en aquel lugar. “Esta mierda ya ni servirá, más lo que hace bulto la huevada” dije. Cogí la botella con cólera, como un niño envidioso le quita su juguete a otro, y di media vuelta. Di algunos pasos y entonces la desagraciada se me escurrió entre las manos, las cuales las tenia mojadas por haber lavado los servicios. Hice algunos malabares en el aire pero mi escaza habilidad como payaso de mercado, llevó a que la botella se estrellará en el suelo, generando un estruendoso ruido, sobretodo por el gas acumulado que tenia. El frasco se hizo en mil pedazos, o mejor dicho mierda, ante mis ojos. El líquido que contenía mojó el piso, parte de mi ropa y parte de los sillones. Me cogí la cabeza con ambas manos, como cuando un dirigente de fútbol ve perder a su equipo, y admiré la asquerosa escena criminal que había creado.

Entonces oí los pasos de alguien bajar las escaleras rápidamente y la ansiedad me empezó a carcomer. “¿Ahora cómo chucha escondo toda  esta mierda?” me pregunté sin encontrar respuesta. Me quedé inmóvil en mi sitio, resignado porque ya no podía ocultar nada. No existí forma humana de encubrir mi delito. Más rápido que un pedo llegó mi tía, mi prima, mi primo y mi sobrino. Todos ellos horrorizados por la escena que estaban presenciando: una botella hecha añicos, gaseosa salpicada por todos lados, una escoba rota y el culpable del crimen parado en medio de todo.




Acerca de Giancarlo
Soy un poliedro lleno de aristas, rincones, luces y sombras...
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