sábado, 29 de agosto de 2015

La casa del Rímac

El primer recuerdo que tengo de pequeño es en el que yo me encuentro saliendo de la cocina con un tazón naranja en las manos lleno de pop corn. En aquella imagen yo visto una camisa manga corta, un pantalón y zapatos, todo el conjunto es blanco pureza como la que todo niño tiene. Me siento feliz, sereno y despreocupado mientras avanzo hacia la sala. En mi camino veo a mi abuela sentada en la mesa del comedor, ella me sonríe pero no le presto la debida atención ya que la misma está centrada en acabar aquella ruma de salados aperitivos. Lo curioso de ese momento es que no recuerdo lo que pasó antes y después de ese instante, lo único que sé es que en ese instante comenzó la historia de mi vida.

Si bien nací en un hospital de Jesús María, mis raíces vieron su expansión en suelos rimences, en el colorido barrio de Leoncio Prado, en donde la gente emprendedora se levanta desde temprano para ir a trabajar y se acuesta tarde de tanto festejar. De acuerdo con las historias de mi abuela, cuando llegó al lugar por los años 50 no era más que una extensa chacra en donde ella misma tuvo que demarcar “su territorio” levantando una especie de carpa hecha de retazos de telas que encontró en su camino, al fiel estilo del circo Tony Perejil. Años pasaron para que mi abuela pueda, con algo de ayuda de su segundo compromiso, convertir esas telas en esteras y luego en paredes de adobe. Y es que tener seis hijos menores la obligaban a romperse –literalmente- el lomo y someterse a las más estridentes exigencias de sus jefas a fin de convertir aquel humilde, precario y gélido espacio en un cálido hogar.

Para cuando llegó el año 71 mi abuela vio con miedo como funcionarios del ahora desactivado Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS), creada en los 70 por el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado; anunciaban a viva voz que destruirían todas las construcciones del lugar a fin de reorganizar a la población y distribuir terrenos en forma ordenada y equitativa. El problema con ello era que estaba visto que no todos podrían quedarse en aquel lugar por lo que se había decidido que quienes no obtuvieran un terreno allí, serían trasladados a la alejada zona de Tahuantinsuyo. Mi abuela, al oír eso, se volvió un manojo de nervios. En ese momento pensó principalmente en sus hijos y en cómo esto les afectaría pero también analizó el inconveniente que significaría para ella mudarse a un lugar lejano a sus trabajos. No sé si fueron sus plegarias o las cruzadas de dedos, lo que hizo que al momento de lotizar los terrenos, mi abuela resultara una de las beneficiarias.

Con el tiempo, aquel espacio fue evolucionando y de haber sido cercada de retazos de telas pasó a ser demarcada de delgadas esteras, luego fue levantada de adobe y finalmente de concreto. Mi madre y mis tíos recuerdan esas épocas con nostalgia y con una melancolía que quiebra ligera e involuntariamente sus voces, esto debido a las dificultades que tuvieron que pasar por aquellas épocas. Dificultades que marcaron sus infancias como quien marca una res con hierro caliente, pero que ayudaron a formar a las personas que son ahora, que no se amilanan ante la adversidad y luchan a más no poder por alcanzar lo que quieren, ya que esa es la forma en que han crecido: luchando el día a día, tanto así que ahora los problemas no los cogen desprevenidos.

Mi abuela siempre supo que era cuestión de tiempo para que sus hijos extendieras sus alas y abandonaran el nido en busca de levantar los cimientos de sus propios hogares, pero esa es la ley de la vida, ¿no? Con el tiempo –y aún muy consciente de todos sus sentidos- ella decidió, luego de una conversación con su hermana, que era necesario tomar una decisión sobre qué hacer con la casa cuando ella ya no esté. Fue así que, ante la realidad de aquel entonces, la sexagenaria decidió que tres de sus seis hijos serían los próximos herederos de aquella construcción de 70 metros cuadrados. “Los otros tres ya tienen sus propias casas y cuando me vaya de este mundo no estarán desamparados sino bajo un techo, su techo, junto a su familia”, pensó; y fue ese mismo pensamiento el que fue comunicado a los seis hermanos, quienes aceptaron la noticia sin protestar, quizás porque imaginaban que eran delirios de vejez. Tiempo después, por problemas propios de familia, aquella madre decidió que esa casa mejor sería para sus dos últimas hijas dejando al tercero que viva en el espacio que había construido en la casa de su suegra.

Cuando llegué a esa casa fui, como dice una popular canción, “la sensación del bloque” ya que era el último nieto de la última hija de mi abuela. El cariño que tienen mis tíos por mi madre fue, quizás, lo que me convirtió en el engreído de la familia y más aún de los residentes de la casa del Rímac. Mi madre siempre acostumbró a llevarme a cuanto evento tenía los cuáles también eran esporádicos, y es que ser madre soltera consumía gran parte de su tiempo pese a tener el apoyo de mi abuela, quien se quemó las pestañas en inculcarme los valores que ahora de adulto profeso y que me han servido en varios aspectos de vida para hacerla mejor. Obviamente, ella también fue engreidora conmigo, más que con cualquier otro nieto o hijo. Conmigo ella también pudo aflojar y sacar ese corazón de pollo que tienen las abuelas. Pero no solo con ella, sino que mis tías también se doblegaron ante esa simpatía que tiene todo pequeño de sonrisa pícara y fueron cómplices de las travesuras que les hice en sus casas o cuando nos reuníamos todos en el Rímac.

Y es que en aquella casa fue donde celebré múltiples cumpleaños, dónde nació mi prima Rebeca, en dónde mi mamá tuvo su quinceañero, en donde mi tía Teo organizó varias parrilladas familiares en la azotea, en donde un día mi abuela se arrebató y se puso a vender camote en la puerta, en donde aprendí a manejar bicicleta, tuve mi primer libro y múltiples lloriqueos; en donde mi mamá se casó, en donde mi abuela nos dio el susto de la vida cuando se cayó, en donde se generaba un caos cuando el agua de la acequia cercana se desbordaba, en donde mi primo Lucho puso su primer taller, en donde recibí el primer y único regalo de mi primo Juan, en donde mi abuela lloró de emoción cuando echaron techo o cuando renegó cuando compraron el primer televisor a blanco y negro, en donde perdí mi diente de leche y lo puse bajo mi almohada esperando que el hada de los dientes me traiga un premio, en donde recibí la noticia que mi mejor amigo había fallecido, en donde mi abuela solía tomar baños de sol en el patio durante el verano, en dónde reí hasta las lágrimas por cada ocurrencia que tenían mis tíos cuando se reunían a tomar unas cervezas, en donde celebraban la fiesta de la Virgen de la Puerta con los vecinos, en donde me reunía con mis contados amigos del barrio pese a que mi abuela no los aprobaba, en donde la planta de lima dio fruto una sola vez pero fue la que vivió más en el jardín, en donde tuve que estar en cama ante la aparición y post sacada de un terrible uñero, en donde mi abuela, mi sobrino y yo lloramos cuando Rosita (la chica que trabajaba en la casa) se fue; en donde mi sobrino Renzo me seguía como un pollo hasta cuando jugaba con mis amigos y lloraba si no lo dejaba participar, en donde se hicieron innumerables polladas pro cualquier cosa, en donde todos nos emocionamos cuando arreglaron el maltratado suelo del primer piso, en donde mi prima Chabela me enseño a hornear un queque a fin de no verme tirado de panza en el sillón, en donde sin importar qué, siempre había comida; en donde rayé –de tanto escuchar- mi LP de Yola, en donde mi madre lloraba por las noches luego que perdiera su trabajo, en donde el espíritu que pena ahí asustó a cada uno de los habitantes de esa casa, en donde aprendí a leer, escribir y hablar correctamente; en donde mi primo César me trataba como un hijo más y terminé adoptándolo como un padre, en donde acogí a una paloma como mascota y lloré a moco tendido tras su muerte, en donde mi abuela lloró como para muerto el día que me mi mamá y yo nos mudamos, en donde mi tío ‘Cata’ y mi abuela me daban mi propina a escondidas, en donde solía descansar sobre el regazo de mi abuela por las tardes, en donde toda la familia se reunía en navidad, en donde subíamos con mis primos al techo a ver los fuegos artificiales de año nuevo, en donde a mi sobrino Renzo le cayó un baldazo de agua por carnavales, en donde me sentía tranquilo, seguro, amado y feliz…

Es por todas esas cosas y más que para mí, la casa del Rímac, es un emblema, un santuario, el monumento de tributo a una época llena de lágrimas y alegrías. Una casa en donde todos hemos vivido en su momento y a donde hasta hace unos años solíamos acudir sin importar el día, la hora o la ocasión porque sabíamos que esa espacio no era solo una casa sino un hogar.

1991

[***]

Es post es en honor a mi abuela, quien este mes cumplió dos años de fallecida. Este humilde tributo lo vengo escribiendo desde prinpicios de agosto pero me tomé mi tiempo para escribirlo ya que quería recopilar bien los recuerdos que se encuentran detrás de esa casa. Escribirlo no fue fácil ya que por momentos no pude evitar derramar algunas lágrimas al acordarme de tantas cosas que han pasado allí. Y es que luego que falleciera mi abuela nada volvió a ser igual, el corazón de esa casa se enfrió, perdió color y tiene pareciera que está a puertas de marchitarse. Tristemente ahora la casa del Rímac trae más problemas que alegrías; y duele ver como ahora circunda el odio, la codicia y el egoismo por esas habitaciones que antes estaban llenas de luz y que ahora andan opacadas por una oscuridad que ha empezado a germinar en ella. Espero que eso sea solo una face y que pronto ese lugar vuelva a ser un hogar.




Acerca de Giancarlo
Soy un poliedro lleno de aristas, rincones, luces y sombras...
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