martes, 23 de abril de 2013

A veces odio donde vivo

De lo más tranquilo salgo de clases y me despido de mis amigos. Camino relajado hacia mi usual paradero. Esperas y esperas; ves miles de buses que se dirigen a diferentes extremos de la ciudad: Independencia, Los Olivos, Comas, San Martín, Surco, Villa María, San Juan de Lurigancho… y ni uno para tu puta casa.
Mientras el frió de la noche te hace cruzar las piernas como si sufrieras de alguna clase de retención urinaria, empiezas a cuestionar la llegada de tu carro. Miro mi reloj y veo que aún es temprano. Camino hacia el próximo paradero para entrar en calor. Al llegar, ves el mismo resultado. Conforme pasan los minutos te das cuenta que poco a poco el paradero se va quedando sin personas, hasta que llega el momento que te quedas completamente solo y vuelves a mirar el reloj –‘Mierda, es tarde!” – exclamo para mi mismo.

Decides tomar doble carro, pero para tu mala suerte todos vienen llenos. Mi malhumor empieza a fluir y empiezo a detestar el lugar donde vivo. A veces envidio a la gente que vive por aquellos distritos, en los que maravillosamente, hay movilidad hasta pasadas las altas horas de la noche. En serio, los envidio. Mientras un debate interno se desarrolla, un bus se detiene delate mío y veo que el cobrador, quien esta medio cuerpo afuera, me invita muy amablemente a pasar. Al mismo tiempo, me doy cuenta que todos los pasajeros me están fulminando con la mirada. Yo hago caso omiso y subo porque ya es tarde.

En medio de un olor nauseabundo y con todo tu espacio personal completamente abusado, ruegas al cielo y a todos tus santos que el bus se desocupe pronto. Sin embargo, el cobrador sigue metiendo gente al bus como si este no tuviera fondo. Después de varios codazos, empujones y pisadas, logro acomodarme. La felicidad llega cuando ves que tu paradero esta cerca y técnicamente saltas despavorido del carro, aun cuando este ni se detiene por completo, porque ya no aguantas más y sientes que nunca has amado tan desesperadamente al oxigeno como en ese momento. 

Tu felicidad se completa al ver el otro bus. Corro como si me persiguiera el diablo, tropezándome con cuanta persona está en mi camino, ya que el semáforo esta por cambiar y yo no se si gritar, hacer señas o tirarle una piedra al cobrador para que me vea. Pero como tienes tanta suerte como un trébol de 5 hojas, el semáforo cambia, el cobrador no te ve y el bus se va.

Llego cansado al paradero, con una rabia de matar a la primera persona que cruce por mi costado. Notas que otra vez hay buses para todos los lugares menos para tu destino. El móvil suena, contesto, y una dulce y cálida voz femenina me dice –“¿Dónde carajos estás? – Empiezo a reírme como idiota y mi madre empieza a alterarse más. –“Ya estoy cerca” – le contesto y cuelgo. Mi buen humor regresa y junto con el, otro bus. Alzas la mano y este se detiene. Subes, te sientas y suspiras tranquilo porque después de casi 2 horas llegaras por fin a casa, en un trayecto que, normalmente, se hace en menos de 30 minutos.




Acerca de Giancarlo
Soy un poliedro lleno de aristas, rincones, luces y sombras...
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