lunes, 20 de octubre de 2014

Break Sanitario

El gran problema de dormir poco es que genera estragos indeseables, trastornos que por más que intentas corregir se agravan y cuan digan que el hombre es un ser de costumbre, yo creo ser un marciano; por más que lo intento nunca puedo recuperar las energías completas para ir a trabajar.

Las rutinas se han vuelto horrorosamente permanentes en mi vida: despierto, me aseo, desayuno, me alisto, salgo de casa, espero el carro, subo al carro, bajo del carro, camino al trabajo, entro al baño, me veo lo desencajado que me pongo con el transcurrir de los días, entro a la oficina, doy un saludo al aire, me siento, prendo la computadora, escribo las noticias como poseído y sin respirar, apago la computadora, me despido para quien desee oirme, camino al paradero, espero el carro, subo al carro, bajo del carro y camino (o mejor dicho me arrastro) a casa.

Todo mi accionar se ha vuelto mecánico, siento que este trabajo me ha robotizado al punto de ni siquiera saber quiénes son las personas que se sientan a mi costado. Enserio. Hasta hace unas semanas, por casualidades de la vida, pude conversar con un compañero de labores, quien no sabría decir si es depresivo  o el trabajo laboral lo tiene tan consumido que a las justas pude articular algunas palabras. Como sea, la única relación duradera, fraternal y agradable con la que cuento en la oficina es con mi computadora. Mediante ella puedo conversar con algunos amigos, logro distraerme viendo o leyendo alguna noticia interesante (aunque en verdad son pocas ya que todas son de muertos, accidentes, robos, y más atrocidades), me calmo escuchando algo de música, o me pongo a escribir mis memorias.

En cuanto a descansos se trata, estos resultan más lamentables: no cuento con ninguno. Es decir, el trabajo tiene sus momentos flojos y quizás se podrían clasificar como ‘breaks espontáneos’ pero no existe una determinada hora en la que yo pueda estirar los músculos; sacarme los zapatos malolientes y sudados; recostarme por algún rincón como un indigente; despejar la mente después de ver tanto desquiciado en el mundo; pestañear; babear y, por qué no, dar luz verde a mi organismo para que no reprima su natural proceso biológico y libere algunas cálidas ventiscas.

Lo más cercano a un descanso que tengo en mis ocho maratónicas horas de jornada laboral son mis escapadas al baño o como yo les digo mis ‘breaks sanitarios’. En esos espacios flojos que mencionaba aprovecho para ir al baño; muchas veces no para cumplir con mis necesidades biológicas sino para despejar la mente (¿?). En él, me encierro en una cabina y aplasto mi humanidad en el wáter. Me recuesto en la fría pared, descanso mis tensos músculos y por unos segundos concilio el sueño. Sueño que muchas veces es interrumpido por algún idiota que entra a los servicios hablando por teléfono, escuchando música o soltándose desagradables flatulencias. Ugh.

Al principio sentía vergüenza y lástima por mí, a la vez me parecía que estaba faltando con mis deberes laborales. “Si me encuentran hecho un ovillo aquí me votan” pensaba en ocasiones mientras jugaba ‘Jewels‘ en mi móvil. Cuando este recinto estaba vacío y en silencio, cerraba mis ojos e imploraba que ocurriera un temblor, un derrumbe, algo irremediablemente urgente que me permita salir corriendo y perderme entra la multitud. En otras ocasiones solo me dedicaba a diseñar cómo sería mi próximo programa radial o en lo que pudiera estar haciendo mi platónico en esos momentos en los que yo estaba atrincherado en el baño. Cuando la burbuja en la que me encerraba reventaba, mi mal humor se apoderaba de mí. Ya que volvía en sí, a cuestionar por qué mis capacidades y derechos, tanto sociales como biológicos, habían caído en un nivel deplorable, injusto e indigno. Con el transcurrir de las semanas la carga de culpa fue cediendo cuando descubrí que no soy el único que recurre a esta y otras medidas más radicales para salir de las celdas en las que hemos sido recluidos.

De otro lado, eso de madrugar todos los días resulta agotador y no tener un descanso fijo durante mis horas laborables convierte ese cansancio en estrés. Estrés del cual vengo sufriendo sus consecuencias como acides estomacal, jaquecas, irritabilidad y, como lo mencione en un inicio, trastornos del sueño. Ugh. Tranquilamente podría cubrir mi sueldo si es que cobrara un nuevo sol por cada bostezo que doy a diario. Mierda, de solo pensarlo me dan ganas de bosteeeezaaaaaar…

***

Hace unas semanas paso algo curioso, no sé si fue justicia divina a mis pliegos de reclamos o casualidades de la vida o solo la voz en protesta de algún colega que le llegó a la punta de la pelvis la situación en la que nos encontrábamos; lo que generó que personal del Ministerio de Trabajo llegará a la oficina con la espada desenvainada y con la intención de cortar la cabeza del dragón que nos tenía reprimidos y laborando bajo un régimen esclavista. Ante ello, el gallinero se alborotó. Los supervisores correteaban de un lado a otro; zarandeando los brazos, sudando chorros de agua y súper agitados. Sus ojos por momentos parecían desorbitarse como si estuvieran sufriendo una embolia; se tocaban el pecho como si sufrieran de taquicardia; y hasta por momentos miraban el techo como si estuvieran elevando plegarias para que algún ser divino los ampare. En pocas palabras, era como si ellos hubieran visto al mismo diablo calato en persona entrando a la oficina.

Los jefes de área empezaron a cuchichear entre ellos como un grupo de niñas engreídas que se reúne para rajar de la más fea de la clase, –imagino- para determinar las acciones que tomarían ante el problema que estaban a punto de enfrentar. Para cuando llegaron a un acuerdo, volvieron dispersarse alocadamente por la oficina y comenzaron a comunicar sus acuerdos a algunos empleados: “Tu eres de tal o cual empresa”, “pon un horario de refrigerio, el que mejor te parezca”, “por favor, no te olvides decir lo que te dije”, “di que recién tienes unos meses”, “recuerda decir que ganas tal sueldo”, etc.

Con toda la charada previamente pauteada y practicada, las puertas del recinto se abrieron y el caballero fiscalizador ingresó. En primera instancia sacó su puntiagudo lapicero con una mano, y con la otra alistó sagazmente sus hojas de reporte. Como si se tratara del sheriff del pueblo, caminó erguido, seguro y analítico; estudiando fijamente a cada uno de los habitantes del lugar. Sus ojos percibían el pánico que generaba su presencia y una mueca de satisfacción se dibujaba en su rostro por ello. Era como si el miedo que infundía su persona lo disfrutara, lo excitara.

A paso pausado, el temerario hombre se acercó al primer ser que se encontró cerca de la puerta, puerta  en donde le habían hecho esperar una eternidad para atenderlo. Con la mirada fija en su objetivo, comenzó a recibir los testimonios de los obreros de la empresa sobre la política laboral en la que se encontraban. Para cuando llegó mi turno, yo estaba relajado y contesté a cada una de sus preguntas automáticamente y sin titubear, cual encuentro de ping-pong se tratara. Como poco o nada importaba mi presencia en la oficina y nadie me advirtió de lo que estaba o no permitido decir, desembuche mi realidad: Llevaba más de seis meses trabajando en una oficina, ocho horas consecutivas, seis días a la semana; sin derecho a descansos en feriados, de refrigerio o planilla. Mis intestinos corroboraron lo dicho mediante un rugido. Él hombre puso los ojos en blanco y noté como se desdibujaban sus facciones del rostro ante mis declaraciones. Oírme a mí mismo me generó la sensación de querer recibir un abrazo consolador para no caer en depresión. El fiscalizador me miró fijamente a los ojos, yo lo mire en respuesta y por un segundo tuve la sensación que él sería mi salvador, mi héroe, mi libertador del régimen abusivo al que estaba siendo sometido.

***

Una semana después, cuando yo me encontraba en el baño, para variar, uno de los gerentes me llamó a su despacho, junto a otros compañeros. “Mierda. La cagué. Ahora si me despiden” pensé. A pesar de mis tormentosos juicios, caminé seguro y decidido. "Si me botan por decir la verdad, pues bien que así sea", meditaba mientras caminaba al área de gerencia. Con una pose de divo de acequia y con los sentimientos a flor de piel, entré a la sala a la que se me había convocado. Cuando la gerente abrió la boca mi mente empezó a generar argumentos de defensa ante un posible despido. Si me despiden estaba dispuesto a no callarme nada e iba a desembuchar mis malestares por el régimen laboral en el que encontraba, además de solicitar una carta de recomendación al término de mi monólogo. Sin embargo, lo que tenían para decirme me dejó helado, la mandíbula se me cayó y los ojos se me pusieron blancos: había sido afiliado a planilla con beneficio a atención en centros de salud y vacaciones (solo 15 días al año). Esta decisión –según la tipa-  se debía al buen desempeño que había mostrado y además formaba parte del compromiso de la empresa de preocuparse por sus trabajadores. “Sí, claro”, pensé. No es por sonar criticón pero estoy seguro que si no hubiera sido por la visita del Ministerio de Trabajo y, quizás, por la falta de énfasis y credibilidad en las palabras de mi superior hubiera creído ese palabreo engaña muchachos que acababa de soltar. Solo espero que para una próxima (y pronta) visita de cualquier fiscalizador, sepa que aun sigo sin horario de refrigerio por lo que pido hagan valer mi derecho a un break más humano y no tan sanitario.

[***]

Un día de estos me rayaré como la gordita y mandaré todo al diablo. Necesito vacaciones. ¡Ya!




Acerca de Giancarlo
Soy un poliedro lleno de aristas, rincones, luces y sombras...
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