Desde que tengo uso de razón nunca me han gustados los escándalos o las “escenitas” en público. Detesto lavar mis trapitos sucios a vista y paciencia del mundo. Suelo ser muy reservado con mi vida, trato de tener muy en claro mi vida privada o personal (como se quiera decir) en ese estado: Privado. En parte también es porque no me gusta mostrar mi vulnerabilidad, mis debilidades, mis falencias, mis imperfecciones. Creo que a la larga eso podría ser una herramienta que podría ser usado en tu contra, y es que uno nunca sabe en su totalidad de las intenciones que tienen las personas a tu alrededor, por ello mejor trato de pasar desapercibido.
Desde mis épocas de colegio, yo reprimía mis habilidades y conocimientos para no ser el foco de atención. Eso iba de la mano con mi demente miedo a las actividades públicas. Tenía pavor estar al frente de toda la clase mirándome, como diría mi abuela era un “chuncho”, un “huanaco”; que se espantaba de las miradas que lo asediaban. Aunque debo reconocer que una parte de mi, muy en el fondo, quería brillar siquiera por una vez, así como una estrella fugaz que traza una línea en el cielo en cuestión de segundos, te llena de diversas emociones, te marca la vida y así de rápido desaparece. Pero no, el miedo me frenaba, desvanecía cualquier pensamiento de sobresalir.
Conforme fui creciendo, algunas cosas, cambiaron, se desarrollaron y otras se perdieron. Sin embargo, mi estado de invisibilidad continuó; digamos que esta vez fue por voluntad propia. Y es que esta vez yo estaba ya acostumbrado a la sensación que tranquilidad y comodidad que me daba el pasar desapercibido. De alguna forma no me molestaban, no me pedían nada, las personas no tenían que esperar nada de mí o hacerse prejuicios sobre mi persona, porque en realidad ni me conocían y a penas se acordaban que existía un chico con los pelos parados cerca a su entorno. ”¿Giancarlo quién…?” escuché que se preguntaban asombrados y con una sensación de vacío e incertidumbre cuando se les consultó por mí. Honestamente por mi mejor, que ni se acuerden de mi, de mi nombre, de mi rostro, de mi persona, de mi forma de ser. Me mantiene tranquilo saber que no marqué la vida de nadie, me complace saber que la imagen de lo que soy solo me pertenece a mí, un pensamiento un tanto egoísta y estupido. Pero afrontémoslo, en la vida todo es pasajero ya que llegué al mundo sin nada y me iré de la misma forma.
Este ciclo siempre se ha repetido así, desde mis épocas de estudiante hasta en el trabajo. Siempre he tratado de mantener perfil bajo, pasar como un fantasma para evitar ser investigado, cuestionado, criticado y en el peor de los casos implicado en algún chisme como ocurrió cuando estudiaba, en donde mi cercana amistad a un profesor (con el que admito congenie bien por tener ideologías similares) se vio manchada por una serie de rumores infundados de una supuesta relación sentimental que incluían escenas innombrables de las que jamás fui protagonista. Ahí descubrí cuan grande, profunda y retorcida podía ser el pensamiento humano.
Superado el mal trago y fiel a mi terquedad decidí seguir guardando mis silencios y ausencias, para dejar que los perros ladren, total –según Don Quijote de la Mancha- es señal de avance, ¿no? Aunque aun no logró entender muy bien como se aplica ello a mi persona… Como sea hasta ahora no me había dado cuenta de que aquella barrera imaginaria que había creado se había – de alguna forma- quebrado. Y es que hay momentos, o mejor dicho, personas con las que puedo hablar por horas, contarle mi vida sin reparo y no encontrar un momento para detenerme, tomar aire y dejar hablar a mi interlocutor. A veces sin querer termino siendo protagonista de un bizarro pero cómodo monólogo sobre mi vida personal, mis opiniones y lo más terrorífico, mis pensamientos.
Imagino que en gran parte el hecho de que me haya vuelto más sociable y menos “huanaco” se deba a mi carrera y al hecho de socializar con personas que entienden lo que hago. Fue entonces que otro detalle también cambió y me llamó la atención. Sin querer empecé a ser el centro de invitaciones de amistad en algunas redes sociales de personas de los lugares en donde trabajaba pese a que jamás crucé palabra alguna con ellas. Personas que ni siquiera recuerdo haber conocido, hablado o visto. Personas con las que mantenia solo un vinculo: Trabajar en el mismo lugar. El pensar que se habían tomado (o malgastado) el tiempo de pensar en mi y teclear mi nombre hasta encontrarme (lo cual no es fácil ya que tengo mis redes estratégicamente configuradas para evitar aparecer en los motores de búsqueda), de alguna forma me alaga, me dice que quizás marque su vida, que querían conocerme en algún momento pero que no se atrevieron a hablarme por mi cara de poto que pongo como mecanismo de defensa, o porque quizás necesitaban tener más contactos en sus redes. Sea cual fuera el motivo me hace sentir especial, que le importo a alguien y formo parte de algo, ¿de qué? No sé…
Esta semana otro cambio interesante surgió, en la oficina nos avisaron que la revista “Caretas” iría a realizar una entrevista a los gerentes y ha realizar una sesión de fotos de su personal. “¿En serio? No jodas” pensé. La idea, en vez de escalofriarme, me emocionó. Antes, así me hubieran traído a El Comercio, yo hubiera enterrado la cabeza en el suelo como una avestruz, pero ahora no. “Este es mi momento para ser esa estrella fugaz” deliberé. El hecho de aparecer en una revista importante (por más insignificante que mi participación sea) alimentaba mi mal parido egocentrismo, de la forma en que leones hambrientos se alimentan de carne fresca. Era obvio, el bicho de figuretismo me había picado y desconocía en que momento había pasado eso porque de haberlo sabido hubiera hecho lo posible por evitar que me pinchara con su aguijón. Hubiera empleado insecticidas, matamoscas o lo mejor arma la “chancleta” para seguir siendo el desapercibido, tranquilo y sin ansias de fama que era antes.
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