Aquel sábado había llevado, bajo recomendación de unas compañeras de labores, un par de camisas en mi maleta para cambiarme al final de mi jornada. Confieso que tuve mis dudas en un inicio, pero bajo la necesidad de liberar el estrés de mi cuerpo, acepté. Me atrincheré en el baño y me vestí como “gente” (según mi madre a veces parezco “cualquier cosa”), perfume mi cansado cuerpo y dibujé una sonrisa en mi rostro.
El buffet quizás no era tan variado como esperaba, pero tampoco podía comer muchas cosas ya que aún me estaba recuperando de mi gastritis. Cogí un poco de arroz con algunas papitas y una pechuga de pollo. De beber solo había dos opciones: chicha y cerveza. Obviamente tuve que escoger la primera ante la mirada de lástima de los asistentes. Añadí una minitajada de torta a mi menú para animar mi pesar. Terminada la comida, la orquesta animaba a los colaboradores a mover el esqueleto con una serie de canciones populares. Los hombres de mi mesa estaban algo intimidados, mientras que a las mujeres les picaba los pies para subirse a la mesa a sacudir el estrés. Al no ver intención de movernos de nuestros sitios, ellas no titubearon al momento de tomar la iniciativa y someternos a sus danzantes deseos.
Varios bailes y vasos de chichas después me sentía, extrañamente, no exhausto. Mi batería aún estaba recargada, mi lucidez en su cúspide y no sentía ganas de hacer alguna estupidez. Afirmaciones que no podía decir de mis compañeros. Ellos estaban agitados, pero con ánimos; algo chinos y colorados por los varios vasos de licor que habían bebido; y con los sentidos medianamente alertas para cazar alguna oveja que se alejara del rebaño.
Las seis horas de alquiler del local se pasaron volando. Los asistentes estaban ya no chinos sino virolos. Los dobles sentidos y las conversaciones hot empezaban a rondar mi mesa. Yo solo atinaba a reír y a seguirles la corriente. “Vamos a seguirla a otro lado”, espetó alguien. “Vamos”, respondieron en coro. Tuve dudas al principio, el no poder tomar licor me incomodaba un poco pero me daba cierta ventaja, por lo que terminé aceptando la oferta. Además, éramos jóvenes, la noche del sábado recién iniciaba, estábamos en el centro de la ciudad y por ahí un cruzado de copas dijo que pondría todo.
Llegamos a una discoteca, la cual estaba en gran parte vacía (por mí mejor), en donde el baile y el trago no faltaron, así como las miradas, los gestos y los pensamientos pendencieros . Doce personas estábamos reunidas bajo las luces psicodélicas, pero conforme fue pasando la noche algunas de ellas se dispersaron. Un par terminó besándose arduamente con miras a cache, otros estaban en ‘gileos’, uno se tambaleaba, otro estaba meloso, un par se mantenía decente, y en medio de todo estaba yo, el sobrio, el lúcido, el monce, el pulpín, que no tomó por estar mal. Lo positivo de ello era que el no tener ni una pisca de alcohol en mi cuerpo me permitió apreciar, desde una perspectiva distinta, el mundo etílico del que me había apartado involuntariamente.
En medio de gritos desinhibidos, olores fétidos y harto sudor; analizaba a mi entorno. Luego de un breve análisis, concluí que para pasarla bien no es necesario el alcohol. Yo había bailado, reído, cantado, saltado, en fin, había disfrutado de la noche sin una sola gota de licor en mis venas que me impulsarán a ello, como me había pasado en otras ocasiones en las que daba todo el crédito de mi accionar al alcohol.
Me recosté en mi silla un momento y me puse admirar el hilarante espectáculo que mis compañeros estaban protagonizando con sus dos pies izquierdos a la hora de bailar, los cuales estaban atolondrados por la mezcla de cerveza, vino y whisky que habían hecho. La desinhibición, sin llegar a excesos, rodeó la noche. Una noche en donde aprendimos un poco más del otro, permitió que estrechemos más nuestros lazos de amistad y olvidemos el estrés laboral al que somos sometidos día a día por nuestra terca decisión de ser comunicadores. Esa noche volvimos a ser jóvenes despreocupados por un mundo que cada día se desmorona.
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