No sé a ciencia cierta que es lo que me hizo mal. Últimamente he tenido muchos cambios, problemas y angustias en mi vida, que me resulta difícil determinar que factor desencadeno mi malestar. Puede ser uno de ellos o la mezcla de todos lo que me jodió el estómago y me obligó, nuevamente, ir al médico y someterme a diversos e incómodos, pero necesarios, tocamientos.
Mi problema comenzó con una pequeña hinchazón en el estómago un lunes y para el día siguiente ya había un dolor incontrolable. “Es hambre” pensé, y me rellené de comida de todo lo que encontré a mi alcance, tal cual pavo de navidad. Al ver que nada de lo que comía calmaba mi fastidio, opte por tomar algunos anti-digestivos, pero no funcionó. Tomé mates calientes, puse papel periódico caliente en la panza, me abrigue lo más que pude, pero, nuevamente, fue inútil.
Con el avance de los días ese dolor se fue haciendo más agudo, ya no importaba lo que comiera, mi estómago ardía, lloraba y emitía sonidos raros. “Son gases” supuse, y me atoré de pastillas y hiervas contra la flatulencia. En resumen, no importaba lo que intentara, todo esfuerzo parecía en vano, y al contrario la cosa parecía agraviarse aún más. Llegué al punto en que mis deposiciones tomaron un color como brea, a doblarme en dos por el dolor, y a sentirme desvanecer para recién tomar la opción que debí haber tomado desde un comienzo: ir al puto doctor.
Ahí sentado en la camilla, bajo la vista preocupada de mi madre, el médico de la familia me revisaba, aplastándome por todos lados hasta que grite un “auuuuhh conch…” para detener esa manoseada a la que había sido sometido. Honestamente, detesto que me anden tocando, más gente con la que no tengo confianza; uno de los tantos motivos por lo que detesto ir a un centro de salud. Me hacen sentir vulnerable, expuesto, débil y enfermo.
“Tienes gastritis con principios de presentar ulcera” dijo mi doctor. Yo quedé con los ojos planos, la boca abierta y en mi cabeza sonaba un grillo. En ese momento odie ser un calabazón en medicina porque no comprendí lo que me acababa de decir. “Tienes una aparente ‘herida’ en el estómago” espetó el Dr. Chan, a la vez que volteaba los ojos mirando al cielo. Estoy seguro que en ese momento pensó “qué estúpido es ese muchacho”. Saber lo que tenia no me importaba tanto como conocer la solución del caso que terminara con esos horribles desgarros intestinales que me tenía jorobado y al borde de las lágrimas.
Mientras me prescribía la medicina para mi mal yo me encontraba contando los minutos para salir disparado del consultorio, como alma que lleva el diablo, con dirección a la farmacia más cerna y comprar lo que fuera necesario para darle paz a mi cuerpo. Fue en medio de ese momento de silencio sepulcral que el octogenario médico me preguntó: ¿quieres que te recete algo para tus nervios y así estés más calmado? Yo quedé atónito nuevamente. ¿Qué carajos significa eso? ¿Será que tengo algo que no sé? ¿Estaré desarrollando algún cuadro mortal? En medio de mi neurosis, el Dr. Chan añadió y me preguntó si últimamente había tenido algún malestar o problema con alguien. Carajo, ¿ahora Ud. es psíquico?, pensé. Suspiré, miré a un lado y afirmé con la cabeza. Ambos quedamos en silencio. Él terminó de prescribir mi medicina y me aseguró que con lo que me había recetado iba a mejorar rápidamente, algo que yo ansiaba oír desde un comienzo.
Salí del consultorio más tranquilo pero con una sensación extraña. Me acordé que hacia unos días había tenido un problema familiar que había originado en mi una gran rabia y dolor. ¿Es que era tan obvio que mi vida no se encontraba bien? ¿Mis percances personales habían llegado a manifestarse a un punto físico? Quizás aquel dolor que corroía mis entrañas no había sido originado por un desorden en mi vida sino más bien por una úlcera espiritual que rasgaba mis emociones, se alimentaba de mi resentimiento y deformaba mi capacidad de perdonar y vivir tranquilo.
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El otro día escuche esta cación y me pareció precisa para este post.
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