El hecho de no haber podido disfrutar mi feriado me irritaba. Cada día que iba la oficina, en una imperdonable y religiosa jornada de 8 horas corridas, mi mal humor y desesperación por salir corriendo corroían mi impetuosa alma necesitada de un descanso. Pero, recientemente tenía un mes trabajando ¿Quería más vacaciones? Si. Quería salir y divertirme con mis amigos, quería relajarme de ese estresante y enjaulado mes.
Cuando terminé mi mes, me pagaron. Honestamente no me sorprendí o emocioné. Quizás porque mi cerebro anda aun algo adormecido por tener que madrugar todos los días y aun no se acostumbra a aquella religiosa rutina.
“Mañana hay que ir de compras” dijo mi madre. “Es feriado por el día del trabajador” añadió. Con una mirada asesina y doblando el cuello como el exorcista, me quejé diciendo “Mañana igual trabajo”. Mi madre se horrorizó ante lo que le había confesado, como si le hubiera anunciado la muerte de un pariente. La misma expresión pusieron algunos amigos que me habían invitado a salir a celebrar el tan esperado “Día del Trabajo”.
En la oficina, irónicamente habían puesto un saludo por el día del trabajador en la pizarra, y en una esquina, como cereza en la torta, una carita feliz. Si claro, como si eso hiciera menos pesado ir a trabajar aquel día por el que miles de personas sacrificaron sus vidas. Abrí mi correo y me encontré con un mensaje que un compañero de oficina me había enviado, como parte de una cadena de saludo, en donde pedía tomar con humor lo puesto en la pizarra. Reconocí rápidamente aquel humor infantil con el del mismo tipo que me había invitado a la apuesta por la Champions League. Cerré la ventana y me dedique a hacer mis labores mientras que internamente maldecía, con ingeniosas palabrotas, el hecho de tener una labor que no respete mis feriados.
Pese a ello sentía que me estaba acostumbrando a la rutina de trabajo, mas no a los horarios. Poco a poco me había ido ajustando a la redacción de las noticias y ya tenía una idea de lo iba a venir, sobretodo porque siempre sapeaba las noticias del día anterior y mi, aun amateur, criterio me ayudaba a seleccionar lo que posiblemente iba tener repercusión el día siguiente. El problema era cuando nuestro querido presidente tenía un mitin. Ahí se paralizaba todas las noticias y me dedicaba de relleno a analizar y resumir su memorista, predecible y aburrido discurso. Ello llevaba consigo a que expandiera mi hora de salida normal, logrando que me irrite nuevamente.
Así fue que salí desesperado de aquel edificio, con media hora extra de mi jornada normal. Sé que mucho discreparan conmigo porque muchas personas siempre se quedan más tiempo n el trabajo y tienen que tragársela doblada. Pero yo detesto eso. Llegué al paradero y me trepé en el primer carro que encontré. Suerte la mía que encontré un sitio y descansé todo mi deforme ser en un asiento. Lo irónico del caso es que paso ocho horas diarias sentado y aun así tengo la necesidad de viajar una hora más sentado. La diferencia es que el movimiento del carro hace más ameno la acción de posar las nalgas en un asiento.
Mi estomagó rugía peor que un león molesto. Me arrastraba, literalmente, de hambre, y ante la incertidumbre de saber que habían preparado en casa, llamé a mi madre. “Hígado encebollado” fue su respuesta. Mi estomagó pareció dejar de quejarse cuando escucho la palabra encebollado. Mi madre me preguntó donde estaba y yo aproveche su pregunta para hacer un catarsis y quejarme de lo injusto que era mi trabajo. Desfogúe todas mi quejas con mi pobre madre quien me respondió con un seco y desinteresado “Ah”. Quizás ella no se sentía cómoda oyéndome quejar pero yo si me sentía más relajado de votar todo ese veneno que llevaba dentro haciendo bilis.
Una vez libre de todas mis quejas y con la mente más clara, acordé con mi madre en ir de compras el fin de semana. Quería engreírme un poco y despotricar lo que con esfuerzo, malos sueños, renegadas y sudadas de poto, me había ganado. Mi madre accedió y colgó. En mi mente seguía pensando en lo me iba a comprar. Parecía un niño engreído que había descubierto el valor del dinero. Mi mente codiciosa pensó en un par de pantalones, algunas camisas y porque no, unas botas con alguno accesorios que amenicen el look que había diseñado.
De repente subió un tipo a vender sabrá dios que cosa. Mi egoísta y egocéntrica mente se centro en mí. Mi avaros pensamientos se vieron interrumpidos cuando el tipo que había subido al bus para vender sabrá dios que diablo dijo la palabra “Ciencias de la Comunicación”. Posé mi mirada en él. Era un chico joven como yo, con la mirada algo tímida que no iba de la mano con su amplia elocuencia. “Soy un estudiante de 19 años que estudia comunicaciones en la universidad Vallejo” expresó. “Actualmente esta es la única forma de pagarme mis estudios porque no cuento con un trabajo...” Mierda, pensé cuando oí eso.
Bajé el volumen de mi moderno celular para poder escuchar mejor lo que aquel joven hablaba. “No crean que no me da un poco de vergüenza subir a los carros a vender mis productos que yo mismo fabrico, pero lo hago porque quiero seguir avanzando y terminar mi carrera.” No sé que fue pero me vi reflejado en aquel muchacho y me vi a mi mismo en su posición, vendiendo sabrá dios que. Yo mejor que nadie entendía lo difícil que resultaba ser comunicador en este país. También había pasado por una mala racha buscando trabajo y ahora que lo tenía no hacia más que quejarme y renegar de mi situación.
El muchacho siguió hablando y ofertando sus llaveros que alegaba haberlos hecho el mismo. Como un buen vendedor ofertaba, casi rogando, los diferentes tipos productos que tenia. Me sentí rarísimo en ese momento. Mi corazón se me encogió y una melancolía me abordó. Por un lado estaba perplejo por la situación de aquel futuro colega. Mientras que por otro me sentía abochornado ante la vergüenza de mis propios insignificantes malestares. Me sentí una porquería, un idiota engreído, una cucaracha humana que no merecía tener aquel trabajo.
Tambaleándose y sin dejar de ofertar sus llaveros, fue caminando a lo largo del carro. Quería aplaudirle y venerarlo por lo huevos que tenia de hacer lo que hacía. En ese momento comprendí que yo debería ser quien estuviera vendiendo llaveros y no aquel muchacho. Saque mi billetera y cogí un sol (que era el precio de los llaveros). Cuando llegó por mi lado le pedí uno y le pagué el insignificante sol. Me sentí en la obligación de hacer más por él ya que aquel miserable sol no valía nada para el propósito que tenia. En ese momento lamente no tener una tarjeta de presentación para dársela. Pensé en darle mi numero de celular pero me dio roche. No sabía como lo iba a tomar, quizás pensaría que estoy coqueteando con él, pero tampoco quería darle ilusiones de que podía conseguirle trabajo ya que yo también estaba recién comenzando y era un don nadie en el mundo de las comunicaciones.
Guarde el llavero y el joven me agradeció por mi mísero apoyo y se dio media vuelta. Quedé en blanco. Sin pensar en nada, ni siquiera en la bailable canción de Britney Spears que en otra ocasión me hubiera incitado a mover los pies. Cuando se bajó del carro recién reaccioné. Estaba pasmado por lo que había oído y presenciado. Me sentí un completo cojudo por preocuparme en ropa y otras cosas banales. El único pobre diablo en aquel carro era yo, que ocupaba un puesto que otro quizás lo merecía mejor. Mire el llavero que había comprado y lo guarde en mi mochila algo avergonzado por lo egoísta que había sido.
A lo largo del camino que faltó a mi casa no pude sacarme de la mente la imagen de aquel muchacho, comunicador igual que yo, vendiendo artesanías. Aquel hombre que era preso de su injusto destino pero que habia decidido sacarle la vuelta y demostrar que no iba a rendirse ante la adversidad, trabajando sin conocer de feriados o de andar quejandose por lo que tenia que vivir. Su testimonio hacia reverberaciones en mi mente; minimizando mi valor como comunicador, como hombre, como ser humano…
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