Desde que llegué a San Miguel se me ha recordado y remarcado de mil y una formas que esa casa no es mía sino de mi padrastro. “Mientras vivas en esta casa, estarás bajo mis reglas”, esta ha sido la frase favorita que él -con ojos de asesino en serie- siempre ha usado conmigo hasta ahora. Antes que él entrara a mi vida, nunca nadie me había restregado algo semejante a la cara, así como tampoco nadie me había humillado castigándome de espaldas a la pared en una esquina, ni me había amenazado con golpearme o botarme de la casa, como él lo hizo.
Hasta mis 18 años crecí con el escalofriante miedo de ser expulsado de ese lugar, de esa casa que me había acogido pero que no era mi hogar sino una estación transitoria de largo plazo en mi vida. ¿Cómo es que el decirle a un niño de 8 años que al cumplir la mayoría de edad lo botarán -cual perro sarnoso- de ese techo, puede ser una forma de incentivo de superación? Tras años de oír ese sermón y tras una confrontación con mi madre por un quiebre emocional que tuve, este punto volvió al escenario para dar un nuevo baile. “Es que me refería a que si no está trabajando o estudiando, es decir, si es un vago, él se iba de la casa”, fue la fofa aclaración que él dio a mi madre y a mí.
Las rencillas entre nosotros nunca han cesado, hasta ahora se mantienen pero en menor intensidad, más que todo por mi madre. Por ahora, yo he optado por no prestar atención a lo que él me dice y sólo atino a responderle con mi indiferencia, veo que eso me evita de problemas y que le jode más. Sin embargo, es inevitable no fastidiarme cada vez que él explota. Como ahora que ha optado -y no es la primera vez- por vetar a algunos de mis amigos de ingresar a la casa, esa casa que es y será suya, no mía; y de la cual estoy cansado por los malos recuerdos que alberga.
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