Ante los reclamos de mi madre por
dejar “tirado” los palos, clavos y demás accesorios de mi nueva cama en medio
de la sala; tuve que ponerme las pilas empezar con la labor de reordenar mis
aposentos.
Primero lo primero, tenía que desarmar
mi viejo lecho, el cual llevaba soportando mi humanidad por 10 años. El
adolorido colchón había sido testigo de mis cambios corporales y alimenticios;
de mi paso de púber a adolescente, así como de mis subidas y bajadas de peso.
Mientras que mi descuajeringada almohada fue cómplice de mis sueños, mis
ronquidos, mis lágrimas y mis eventuales babeadas. Tanta historia archivada en
un mueble, el cual ahora iba a dejar de cargar con el peso, físico y emocional,
que representa mi persona; para cederle la posta a mi nueva, amplia y coqueta
adquisición.
En mi afán por reordenar mi cuarto
para generar espacio, éste terminó como si una bomba hubiera caído en él. Ropa
tirada por todos lados, las sábanas estaban como cortinas, los colchones
apiñados en las paredes como los de los manicomios, el ropero atrincheraba la
puerta como si estuviera en un efugio improvisado, el escritorio parecía una
zapatera y mi mente gritaba como una niña engreída por la desastrosa imagen que
presenciaba.
En medio de mi caótica habitación, desarmaba
con mucho cuidado mi viejo catre. Fue así que debajo de él me tope con varias
cajas cuidadosamente selladas; éstas estaban asquerosamente llenas de polvo y
con rastro de querer formar un nuevo ecosistema. Luego de limpiarlas
detenidamente, las abrí. Grande fue mi sorpresa por lo que encontré en aquel
mugriento lugar: eran diversas cosas de mi infancia.
En su interior tenía varios de mis cuadernos de
primaria, llenos de dibujos horrendos y pésima caligrafía; aunque ordenado.
Separatas de todo tipo, desde historia del Perú hasta sobre los beneficios del
nuevo Windows 2000. Así como tormentosos libros de ortografía, de horrendos ejercicios matemáticos y aburrida literatura clásica. Pero no solo eso, además
encontré los álbumes de los dibujos que veía y que coleccionaba fielmente:
Dragon Ball, Caballeros del Zodiaco, Guerreras Mágicas, entre otros. Quedé
embobado con ellos, los ojeaba con delicadeza porque algunos de ellos parecían pergaminos
de la época republicana, pero lleno de éxtasis como si hubiera encontrado la
clave de la felicidad. Cada página que pasaba me estremecía, pese a que
escasamente sabía las imágenes que vendrían.
Me quedé sentado en medio del
desastre que había formado, con una ruma de papeles, libros, recuerdos e historia; mi historia. Canicas, muñecos de
acción, taps, crayones de diversos colores, discos, peluches y cartas se habían
convertido en mi fortaleza; mi barrera que me separaba de la realidad y me
llevaba a aquellos años de inocencia, despreocupación y falsa felicidad.
Por cerca de dos horas horas no paré
de sacar cosas y sorprenderme con cada mal gusto que tenía aquel entonces. El
mismo tiempo lo empleé para guardar nuevamente mis recuerdos en aquellas viejas
cajas, sin hacer un previo filtro y despedirme de algunos de ellos. Pese a que
algunas de las cosas que decidí conservar jamás las volveré a usar, opte por
mantenerlas para que en el algún momento en que no encuentre el camino pueda
volver a ese baúl de memorias (cachivaches para mi madre) y recordar quien soy.
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